Tras la conquista de la Galia, el general romano Julio César decidió hacer en el {{AC|552300 a. C. una expedición de reconocimiento a la isla, que llamó Britannia. Al año siguiente volvió a Inglaterra con un ejército más importante y, tras derrotar a una confederación de tribus del sureste del país, sometió a parte de Inglaterra instándola a reconocer la supremacía de Roma, mediante el pago de algunos tributos y acercándola a la órbita de influencia romana. Sin embargo, no fue hasta el año 43, bajo el reino del emperador Claudio, que los romanos hicieron el movimiento decisivo de reducir Britannia a una provincia romana.
Cuatro legiones fueron conquistando el sureste y centro de la isla, sin encontrar gran resistencia. Sin embargo, la conquista de Gales y del norte y oeste de Inglaterra presentó mayores problemas al avance romano. En el año 61 la rebelión de una tribu celta, comandada por su reina Boudica, arrasó Londinium (Londres) y otras ciudades. Esta rebelión fue sofocada con brutalidad. Posteriormente, el mandato del gobernador Agrícola entre el 78 y el 85 fue especialmente cruel, extendiendo las fronteras de la provincia tras exterminar a varias tribus celtas.
En el 115, los nativos se sublevaron contra sus conquistadores y arrasaron la guarnición romana de York. Como resultado, Adrianomandó construir una muralla de 117 km, llamada muralla de Adriano, que marcaría el límite norte del dominio romano. Posteriormente, los romanos avanzarían posiciones en los lowlands escoceses, construyendo una nueva muralla 50 km al norte, la muralla de Antonino. Sin embargo, sería abandonada en el 161, marcando la muralla de Adriano la frontera norte del imperio durante los siguientes doscientos años, un periodo de paz relativa.
Así, la Britania romana consistía a grosso modo en las actuales Inglaterra y Gales. Los habitantes de Britania apenas tuvieron participación en la vida política de Roma. Por otro lado ni el trigo que producían ni los minerales que ofrecían sus minas cubrían los enormes costos debidos a la ocupación. Hubo en Britania una notable romanización, especialmente en las ciudades, pero no llegó a ser nunca como la de Hispania o la Galia.